La pubertad explotó en mi cara con unos granos inmensos y de coloración repugnante que servían de inspiración para cualquier tipo de apodo vinculado con el choclo o la mayonesa. Con tantos granos, aparatos de ortodoncia y anteojos culo de botella, era un especie única en el colegio.
A principios de los 90, gracias a Ricky Martín, tuve la chance de integrarme a la moda. Se dejó el pelo largo, lo instaló y todo creímos que ésa era la forma de lucir la cabellera. Todo quedó en la chance. Ahora soy pelado, pero cuando tenía cabello, y lo dejaba crecer, se me enrulaba de tal modo que en vez de extenderse para abajo o para arriba, lo hacía para los costados. Algo parecido a un arbusto otoñal, desparejo y horrible. Temeroso que algún pájaro anidara en mi cabeza, preferí raparme. Era preferible ser el distinto feo que el igual rídiculo.
Así, el colegio fue lo más parecido al servicio militar, sufría como un colimba rapado las burlas de los extraños de pelo largo.
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