Omar siempre inventó sus apodos.
Asegura que fue el creador de “velero encallado” y acusa de plagió a quien lo utiliza sin su permiso. También inventó, lo afirma con orgullo, cara con manija, cementerio de mocos, respirador artificial y el más gracioso, al menos para la barra: tucumano. Mitad tucán mitad humano.
Para nosotros era simplemente narigón. Se lo decíamos con cariño y por una necesidad evidente de encontrar un rasgo anatómico, aunque fuera redundante, para llamarnos: Beto era el gordo, Francisco el orejón, Andrés el negro y yo era el feo.
Con las mujeres se mostraba tímido, pero ganador. Siempre terminaba la noche abrazado a una piba. Su técnica se basaba en explotar un mito popular.
“La minas que están conmigo creen que tengo todo grande. Cuando descubren que no es así, ya es tarde.”
Dejamos de vernos cuando se mudó de barrio. No supe nada de él, hasta que Andrés festejó su cumpleaños. Todos teníamos entre 28 y 29 años. Era el único casado, con dos nenas hermosas. Ambas heredaron la nariz de su esposa. Trabaja como ingeniero para una multinacional. Sigue jugando al fútbol y riéndose de esa particular virtud que ostentaba: arrebatarle aire a los rivales. La mujer lo llama, ante el asombro de todos, lorito.
Recuerdo haberle preguntado si alguna vez pensó en operarse. Su respuesta fue simple y contundente.
-Si Bilardo triunfó con esa napia, yo también.
Su nariz no era un problema y producto de esa visión, jamás pensó en el quirófano.
La mejor intervención que hizo en su vida, fue agregarle humor, siempre, todos los días, hasta en el Factbook.
“Espero que nunca llegue al país la gripe porcina, porque los narigones seremos los más afectados. La gente correrá horrorizada ante cualquier estornudo. Seguro, alguno pedirá que nos excluyan de los lugares públicos y quizás, muchos exijan que nos condenen a muerte. Ya saben mis enemigos, pórtense bien, porque yo, tengo un arma mortal.”
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